Página de José Manuel García Marín

Página de José Manuel García Marín

La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

jueves, 1 de marzo de 2007

Viejos senderos de al-Ándalus


Un sendero es una adición de pasos, de voluntades. Es más que una vía para desplazarnos porque, cuando iniciamos uno, interviene nuestra voluntad de recorrerlo pero también, inmanente, la de todos aquellos que lo hollaron hasta convertirlo en tal. Los que, a fuerza de pisarlo, dibujaron su trazo, su anchura, sus curvas, apartaron piedras o, incluso, dejaron otras. Aunamos nuestra voluntad -tal vez inconscientes de los pasos contenidos en él- a la de los que caminaron antes y, como ellos, depositamos huellas, sedimentos físicos de la energía que consumimos, residuos de nuestro paso.

Algunos de estos senderos siguen un destino semejante al del hombre: nacen, se desarrollan y se abandonan a un sueño incierto, que los hace borrosos, y del que no despertarán jamás. El humano también olvida y es olvidado. Quizá sean todas estas afinidades, este entrecruzamiento indivisible, esta urdimbre de destinos, de voluntades, de sedimentos... hasta la del olvido, la que produzca la misteriosa interacción entre el camino y el caminante. Aquél le ofrece paisaje, rincones, acaso frescura, aromas y la seguridad de un objetivo alcanzable. Éste, su esfuerzo y la garantía de supervivencia que son sus propios pasos. El camino vive por la vida de los hombres.

Otros, siempre nacidos como débiles sendas, quedan prendidos a la cadena de generaciones y crecen, prosperan, se dilatan tanto que, al modernizarse, parecen perder singularidad pero, debajo del asfalto, perviven los mismos anhelos y continúan, con idéntico caudal, manando sus alfaguaras de magia. De tal manera que lo que creímos viaje, por efecto transmutador, se torna peregrinaje de itinerarios alquímicos, en cuyas esencias prevalece uno de los cuatro elementos sin que, por razón de su hegemonía, los demás queden del todo ausentes.

El Agua

Desahuciada pero altiva, se alza en Córdoba la noria de Abu-l-Afiyya. Como un presagio, cuelgan desvalidos los cangilones desdeñados. Aquellos que elevaban el agua hasta el alcázar Omeya, para surtir los jardines de belleza.

Hacia el sureste nos aguardan restos, recuerdos de otras muchas azudas que, entre gemidos del eje, bebían sus arcaduces del Guadajoz (Wadi-al-Jubz. Río del Pan) desde Al-Qalat (Espejo) hasta el Molino de Benifanin (Albendín).

Por la campiña baja, velada por milenarios cultivos de cereales -la comarca era el silo de Hispania en tiempos de Roma-, parte la vía romana que sintió, sobre sus piedras, los cascos del caballo de César cuando éste se dirigía a sitiar Ategua, allá sobre la Loma de Teba, cuyos habitantes eran afines a los hijos de Pompeyo. Inútilmente esperaron la ayuda de Cneo, pero no llegó nunca y hubieron de rendirse a pesar de la doble muralla de defensa. Sólo entonces, César cruzó el río por su único vado para enfrentarse con las tropas pompeyanas, a las que venció en ágiles escaramuzas, dejó refuerzos al sur y se retiró a Baena, que había sido incendiada por ser partidaria suya. Desde allí partió el gran estratega hacia Munda e infligió la definitiva derrota a los ejércitos de Cneo y Sexto, que sufrieron treinta mil bajas entre sus filas. Los muros de Ategua fueron reconstruidos más tarde por los almohades, pero su suerte había sido escrita en páginas de extravío y hoy sólo quedan ruinas en las que sobreviven lagartos y alucinógenas mandrágoras.

Cuando el cántico del muecín resonaba en el cielo de Al-Qalat, de Qastruh (Castro del Río), de Molino de Benifanin, fluían, como ahora, las aguas del Guadajoz, ese río salado, corredor de vida y también de muerte. Muerte, porque mataba a sus hijos con riadas repentinas. Vida, porque hacía brotar las huertas, siempre acompañadas del salmo lastimero de innumerables aceñas.

Giran las norias como ruedas de fortuna, en un único círculo de opuestos. Unas veces vida, otras... muerte.

El Aire

En la costa se levanta el viento que arrastra briznas de mar hasta Pechina (Almería), la antigua Bayyana, y allí emprende la subida a la Sierra de la Alhamilla para perfumar cabelleras de palmeras. Bate el viento mientras la fuente arroja sus aguas termales, como lo hacía allí mismo otra, la del Conocimiento, cuando el lugar era la cuna del sufismo andalusí, hace nueve siglos, y la boca del maestro, Ibn al-Arif, rezumaba aljófares de sabiduría. Si la una era caliente, la otra abrasaba fibras del alma.

El aire, médula vital, hacía tremolar el manto del “Hijo del Vigilante” en medio del palmeral. Los discípulos, arracimados en torno a él, atendían mensajes de despoja­miento, de aniquilación en Dios, de anonadamiento en el Amor, que posteriormente dejaría por escrito en su “Mahasin al-Mayalis” (“Los Ornatos de las Sesiones”), obra de la que se admiraría Ibn al-Arabí, el murciano, el más grande místico que ha dado el Islam.

En palabras suyas “...favorecido por el castigo y castigado por el favor”, el espíritu de Ibn al-Arif, halcón extático, se remontaba sobre las cimas de la Sierra de la Alhamilla.

La Tierra

Cualquier camino es bueno para llegar a Córdoba. Todos cumplen, rebasados, los requisitos para descubrir la ciudad califal, elemento tierra, como analogía de la razón humana en contraposición a la vía del arrobamiento espiritual. Sin embargo, esto no es del todo cierto, pues todas aquellas figuras destacadas que cultivaron la razón acabaron por trascenderla: Averroes, que fue perseguido por su exégesis del Corán, demasiado libre, curioso en exceso y excesivo en el respeto a la opinión de un simple adolescente visionario: Ibn al-Arabí. Maimónides, convencido de que la revelación no estaba restringida a determinados seres escogidos, que consideraba fundamental la inspiración, de la que decía que era como “el fogonazo del relámpago en la oscuridad profunda de la noche”.

Entre las columnas de la mezquita de Córdoba, firmes, equilibradas, escrupu­losamente ordenadas, como conviene a la razón, ¿no es el mismo mihrab quien la trasciende? ¿Qué es ese destellar de estrellas?, ¿qué, esa luz enamorada?

El Fuego

Es Lawsa (Loja), ancestral confluencia de caminos, la que nos conduce a Granada por la vega del Genil, hasta el largo y estrecho cuello de la redoma que comienza en Bib Ilbira y se completa en la roja Assabica. En ella cristalizó la Alhambra, cuajada de mucarnas, tras las que se fraguaron cielos ocultos a la mirada del profano.

El propio espacio, los azulejos, las cúpulas, sus muros bordados, contienen el homenaje a las diferentes tradiciones místicas, hermanadas en la convergencia. Los planetas, astros de sublimes firmamentos, instruyen al humilde, que contempla exta­siado la emanación de la Unidad y, una vez rendida la nuca, doblega voluntad y entendimiento a la frase que encuentra bajo sus ojos: “Sólo Alá es victorioso”.

Cuatro de los leones, los que marcan los puntos cardinales, nos advierten -en las frentes insertos triángulos de fuego-, del fuego que aquí purifica y funde en uno los caminos. Tanto fuego, que aquí quedaron los más bellos rescoldos.

Viejos senderos de al-Ándalus... senderos iluminados.

4 comentarios:

Magda Díaz Morales dijo...

Muy buena idea, José Manuel. El blog te ha quedado muy bonito.

Aquí también pasaré a leerte.

Un abrazo.

Alicia Rosell dijo...

¡Felicidades por este nuevo proyecto!
Me alegra poder encontrar tus textos a un clic. ¡Larga vida, amigo!
Abrazos. Nos leemos.

Tu amiga,
Puri.

Antonia Romero dijo...

Estoy leyendo tu "Azafrán" y te diré que tienes un estilo muy elegante, tus personajes son adorables y la historia me gusta mucho. Un placer.

Saludos.

Alicia Rosell dijo...

Hola, amigo: No sabía dónde dejarte mi saludo. Pero qué mejor lugar que en este espacio de Al-Ándalus.

Supongo que si tu segunda novela no ha salido ya, estará por hacerlo. La espero ansiosa. Me enamoré de tu prosa, como bien sabes.

Abrazos, colega.

Alicia Rosell.