Página de José Manuel García Marín

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La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

miércoles, 20 de abril de 2011

Málaga, el paraíso de un reino

Por José Manuel García Marín

El viento de poniente cimbrea con dulzura las tiernas ramas de la arboleda del monte de Gibralfaro, como desde mucho antes de que la colina recibiera este nombre. Abajo, en el puerto, chapalea el agua contra los costados de los barcos, tal vez con las mismas notas con que lo hiciera contra las trirremes romanas; igual, seguramente, que con las naves fenicias, griegas, nazaríes, berberiscas, genovesas o castellanas. Viento y agua o, mejor, brisa, de mar perfumada. Un soplo, el hálito, la bocanada de milenios con esencia de culturas.

Dicen que Málaga es una hoya quienes no la sienten y se ciñen, estrictamente, a su orografía. Es cierto que al norte, a su espalda, está rodeada de montes que la arropan y la defienden de los aires fríos, y que la entibia el Mediterráneo; pero, la realidad es que la naturaleza le ha concedido el abrigo, seguro y templado, del regazo de una madre. Y el azul, el azul de ese cielo nítido de noviembre. Tan nítido, tan claro, que parece que hiere y apremia a la lucidez. Málaga tiene el mar al sur, pero el mar es su norte, porque las ciudades costeras tienen, como norte, el mar.

Hay urbes opresivas, que comprimen el espíritu y angostan el intelecto. Son poblaciones rigurosas, severas, que se complacen en lo más sombrío del pensamiento. En ellas nace y se cultiva la ortodoxia. Son esas en donde no nos atrevemos a respirar hondo, como si temiéramos, con nuestra veleidad, transgredir una norma no escrita. En cambio, a Málaga se llega con un suspiro de alivio y, casi sin querer, llenamos los pulmones hasta saturarlos de oxígeno y, acaso con él, de una heterodoxia blanca, prolífica y chispeante, como la espuma que obsequia el oleaje.

Aún hoy los ojos de las jábegas -aquellas barcas, legado de los fenicios-, permanecen abiertos por admirar, sin duda, la belleza de una ciudad florida y femenina. Florida, porque las flores están presentes en todas partes: jardines, terrados, glorietas, balcones... ¡Es tan fácil que florezcan en esta tierra! Incluso donde no están se las intuye, en tal medida se las desea. Y es que aquí no se plantan, aquí se crían. Las flores. ¿Qué lugar es éste, donde el aire lleva en palmas aromas de sal y de romero, y las mujeres tienen mirada de jazmines en la noche?, ¿no es en estas calles donde los foráneos creen obtener una flor cuando compran una biznaga? ¡Qué delicadeza ensartar por el tallo, uno a uno, los jazmines en las agujas del cardo! Y qué sutileza la de aquél biznaguero que las voceaba: “¡Vendo olor!”, proclamaba. Admirable que, en tan corta frase, le cupiera una poesía.

No es gratuito que al faro del puerto, en Málaga, se le llame “la farola”. Es probable que sea la única población del mundo en que al faro se le aplique este género; pero eso no es más que abundar en que la ciudad es femenina, como todas las que son o han sido bellas. Una madre, si bien ni coactiva ni protectora en exceso, sino experimentada y sabia -por algo con más de tres mil años-, aquélla que enseña e incita a volar a sus hijos, a la par que conserva un trozo de hogar para su vuelta. De ahí que despierte en el ánimo sentimientos de expansión, de libertad infinita.

Por esto el ojo en las jábegas, para que la embarcación gozara del atributo físico de un ser con vida. Un ente elevado a la categoría de hija y, por tanto, merecedora de que el regreso, sana y salva, fuera ansiado por la madre. De este mágico modo, se lograría que pesara más el magnetismo atrayente de sus costas, que la negra adversidad. Ya lo presintieron los fundadores de “Malaka”, los fenicios, cuando se asentaron en las faldas de la Alcazaba. Nadie niega que, además, simbolice el ojo de Horus o el de Osiris, que ellos trajeron de Egipto y que, como talismán, sea poderoso contra el mal de ojo. No se excluyen, luego pueden coexistir esas creencias. Eran Melkart y Astarté sus dioses y no las deidades egipcias y, sin recato alguno, consagraron sus barcas a los ajenos. Manifiesta señal de que podían avenirse.

A este pueblo, venido del actual Líbano, no sólo le debemos el avance que supuso el comercio, también la cultura, el conocimiento del alfabeto y otras cuestiones prácticas, como la ordenación del espacio de las poblaciones, lo que conocemos como urbanismo. El apogeo de su colonización en tierras malagueñas se produce entre los siglos VIII y VI a. de J.C., pero parece que ya existía un período de precolonización desde el siglo XI a. de J.C.

Se establecen, los fenicios, en la franja costera que va desde el Cerro del Villar, en los terrenos que recientemente eran propiedad de la azucarera Larios, junto a la desembocadura del Guadalhorce, hasta más allá de Algarrobo-Costa. La población autóctona aprendió de estos grandes comerciantes nuevas técnicas de alfarería, textiles, metalurgia y salazón de pescados. Por cierto que, la célebre salsa “garum”, tan apreciada en Roma, no es un producto romano, sino fenicio. Además de esta salsa, eran expertos en la extracción de un tinte, de las glándulas branquiales del “múrex”, un molusco al que en Málaga se le llama “búsano”, para conseguir el púrpura con el que se teñían tejidos de alta calidad, reservados a los reyes y grandes sacerdotes.

Hay quienes afirman que el olivo lo introdujeron ellos. No es cuestión ahora de entrar en disquisiciones; pero, lo que sí apunta a verdadero, es que promovieran su cultivo e instruyeran a los naturales en la industria de convertir el fruto en oro líquido. Una nueva materia de agricultura, y con ella los ciclos de labor y de recolección, que ya se festejaban en honor de dioses olvidados, diosas-madre de la fecundidad, representativas de la Tierra, con la alegría de la fiesta de “Verdiales”, el cante prefenicio que ha perdurado a lo largo de los siglos, a pesar del esfuerzo de la Iglesia por domesticarlo, y que ha resultado en genuino e indiscutible signo de identidad. ¿Qué más da que tenga connotaciones con la cultura minoica o que coincida con las saturnales, siendo estas últimas posteriores? La grandeza es que Málaga participa, de pleno derecho, de la Andalucía mítica, y que protagoniza y comparte el sabor de las jugosas raíces del hombre mediterráneo, que es el de la mixtura de la historia con la fábula, porque aquélla, sin el mito, sólo es crónica, y éste, sin la historia, sólo fantasía.

Sí, aquí se adoró a Melkart y Astarté; a Zeus y Hera en la “Mainaké” griega, breve como un destello, pues, en más de tres mil, setenta años son únicamente un atisbo, un leve fulgor del tiempo. Sin embargo, una ventana más a la sabiduría de este Mare Nostrum.

Enseguida, estos dioses serían reemplazados por las divinidades romanas, Júpiter y Juno, cuando la población entró a formar parte de las “civitas” aliadas de Roma. Más tarde, bajo el dominio de Vespasiano, se convirtió en municipio romano en reconocimiento de su importancia, de lo que es una prueba la entrega, en el año 81 d. J.C., de la “Lex Flavia Malacitana”, en la que se recogen, entre otras cuestiones, y como curiosidad, hoy, la imposición de sanciones a los propietarios de edificios que permitieran su abandono y destrucción, sin una causa de peso, a menos que, en el término de un año, procedieran a su reconstrucción.

De esta “Malaca” se conoce el “Decumanus”, la vía este-oeste, que se emplazaría en la calle Santa María y en la continuación de ésta, la calle del Cister, pero no el “Cardo Maximus”, la que seguiría la dirección norte-sur.

Afortunadamente, y a falta de otros vestigios de similar trascendencia, el Teatro Romano ha permanecido en un estado discreto de conservación, gracias a quedar enterrado -es de suponer, aunque sea una paradoja-, hasta 1951. En estos momentos, en los que Málaga aspira a ser Capital Cultural de Europa para el 2016, se realizan obras de excavación y de recuperación del monumento, del que puede contemplarse parte del escenario más inmediato al espectador, el “proscaenium”, de la “orchestra”, de la “cávea” (las secciones de la gradería) y del “vomiturium”, el pasillo por donde accedía el público. Los malacitanos de la época asistirían a la escenificación de obras de Nevio, Tito Macio Plauto o Publio Terencio Africano, hasta el siglo III, en que dejó de usarse el teatro, deleitados con la más sobresaliente joya de la que nos hicieron herederos: su lengua, el latín.

Vasos, bustos, columnas, capiteles... multitud de restos romanos, no sólo en la capital, sino en toda la provincia, desde Antequera, con su “Arco de los Gigantes” y su orgullo: “El Efebo”, una estatua de 1,54 m de altura, en bronce hueco, a otras localidades en las que se conservan puentes, inscripciones, acueductos, termas, villas, etc., como Cártama, Ronda, Casares, Coín, Ardales, Teba, Salares, en una lista formidable.

Roma hizo valer el poder y el orden imperial, mediante la imposición de su ley civilizadora, y potenció a “Malaca” como ciudad portuaria apta para el comercio exterior, como ya lo era con los fenicios; pero, comunicada con la Hispania interior por la Vía Hercúlea o Vía Augusta, se facilitó aún más su desarrollo. Desde las dársenas se exportaban aceites, salazones, metales, tejidos, pasas, vino y esclavos. Algunos productos se monopolizaron en manos de sirios y judíos, que llegaron a instituir los “Collegia” (juntos por ley), gremios regularizados y poderosos.

La pujante trayectoria del puerto no fue alterada con la invasión de los visigodos, quienes respetaron las relaciones comerciales que se mantenían con ciudades de Italia, Grecia, Siria y el Magreb. Sí se produjo, como era presumible, el relevo de dioses. Ahora se introduce el cristianismo con más fuerza, mas no nos confundamos, el cristianismo unitario; es decir, el arrianismo. Al menos, oficialmente, los malagueños hubieron de abandonar la pluralidad, en favor de un solo dios, ya que los romanos no impusieron sus cultos, excepto en el caso de Constantino, pero, aun así, su fe sería asimilada por las clases altas; muy difícilmente en las áreas rurales. Se origina, de este modo, la fractura, el quebranto del paganismo que, aunque absorbido y transformado, continuará latente durante siglos.

Es a partir del siglo VIII, cuando Málaga se constituye en “cora” (distrito o comarca) de al-Ándalus, con capital en Archidona, “Malaqa” se hace musulmana, y comienza su andadura hacia el esplendor, cuyo inicio efectivo se desencadena en el período de los reinos de taifas (del XI al XIII) y culmina al incorporarse a la taifa nazarí de Granada hasta finales del siglo XV.

“Malaqa” atraviesa cuatro fases de taifa o reino independiente, más la subordinada a la granadina. Con la dinastía “hammudí”, primero de ellos, ya adquiere auge e incluso acuña moneda propia. Hay varios elementos curiosos de la época taifa en Málaga (según datos de la Dra. Martínez Núñez): los soberanos hammudíes no se entierran en Málaga, sino en Ceuta; no quedan inscripciones epigráficas de los nazaríes, y en sus enterramientos abundan las estelas de orejas con textos de alabanza.

La urbe, a mediados del siglo XIV, se encuentra perfectamente protegida, con la muralla que recorre todo su perímetro, el foso que la acompaña y una fortaleza militar elevada, que podía albergar a más de cinco mil soldados, la Alcazaba-Castillo de Gibralfaro, que también está amurallada. De la importancia de la ciudad, en cuanto a extensión y actividad, puede dar idea el número de puertas que traspasaban dicha muralla y que el Dr. Martínez Enamorado evalúa con seguridad en más de ocho, si bien de algunas, más dudosas, sólo se tienen noticias por referencias sin ubicación.

Este historiador arqueólogo, coautor, con la Dra. Calero Secall, de la magnífica obra: “Málaga, ciudad de Al-Ándalus”, advierte, para ayudarnos a comprender mejor la fisonomía urbana, que debemos tener en cuenta la evolución de la línea de costa, causadas por la sedimentación, la erosión y el efecto transformador de la mano del hombre; porque, sólo así, conseguiremos entender la cercanía del agua a determinadas zonas o edificios que, hoy, se encuentran retirados del mar.

Entonces podría verse, desde la muralla, la agitada actividad del puerto, con las idas y venidas de comerciantes, carreteros, capataces, muleros, marineros, estibadores y mozos de cuerda; se alcanzarían a oír sus quejas, sus risotadas, los juramentos, las maldiciones y los golpes de los fardos contra la madera de cubierta, ahogados, a cada instante, por los graznidos de las gaviotas. El aire salino se impregnaría del olor a brea de las naves, y de vino o especias cuando se cargaban en las carracas genovesas, junto a las sedas, el lino, almendras y dulces pasas de la Axarquía, rumbo a los países del norte.

Los genoveses, que competían duramente en el negocio de la seda con pisanos y toscanos, obtuvieron ventajosos acuerdos con los sultanes nazaríes, por los que se les permitía disfrutar de una alhóndiga de su propiedad en pleno puerto, un edificio que se llamó “Torre o Castil de los Genoveses”, muy cerca de la “Puerta de Buenavista” y próximo a las “Atarazanas”, los astilleros en que repararían sus embarcaciones en caso necesario. Las “Atarazanas” fueron construidas por los almohades, pero la ampliación y la monumental puerta se debieron a Yúsuf I, el sabio sultán nazarí. He ahí el porqué de los escudos de esta dinastía en el soberbio arco, que todavía se conserva, de la puerta principal del Mercado Central.

Malaqa reúne todas las condiciones urbanísticas para residir en ella: está fortificada, tiene puertas, postigos, mercado en la plaza de las Cuatro Calles (Plaza de la Constitución), un puente para cruzar el río Guadalmedina al arrabal de los mercaderes de la paja, tenerías para curtir pieles en la calle de Pozos Dulces, un alfar fuera del recinto amurallado (por la actual calle de Ollerías) y otro, el emiral, en la calle de las Especerías, donde expertas manos artesanales moldearían la afamada cerámica o loza dorada que, igualmente, se exportaba por vía marítima; una judería al noreste, extramuros también, por lo que se deduce la existencia de una sinagoga; una alcaicería, el mercado de productos suntuosos, baños, fondas, un cementerio y templos para la oración, mezquitas, repartidas por sus calles, alguna en la calle Granada y una mezquita aljama (mayor), con su madrasa (la escuela coránica), en el lugar que ahora ocupa la catedral. Por diferentes crónicas se sabe que tendría trece naves, lo que la define como un espacio de medidas más que respetables, y una deslumbrante lámpara de plata, que había donado el piadoso vecino Tammin ben Buluggin. Martínez Enamorado cita a la Dra. Aguilar García, que defiende que el número de columnas de mármol -de jaspe algunas-, que la sustentaban era de ciento once, aunque Jerónimo Münzer cuenta ciento trece.

El gobierno del pueblo estaba asegurado mediante los estamentos precisos: el militar, el religioso y el civil, representado por los cadíes, que impartían justicia a los habitantes. Y la vida, con sus placeres: la suavidad del clima, el mar y sus productos, frescos o en salazón, los frutos de huertas y almunias, las carnes de sus ganaderías, que eran guardadas en un recinto cercado, al norte, entre el Torreón de la Goleta y las puertas de la Explanada de los Alardes y del Postigo (más tarde de Buenaventura), lindando con el río al oeste y en dirección al camino de Casabermeja al este; las viñas, de las que se extraían los vinos lícitos -el célebre “Xarab al-Malaquí”- y los ilícitos, remitidos a otros países, aunque algo quedaría para despacho de viajeros de otra fe y de más de un pecador, sin olvidar a nuestros judíos, que carecen de esta prohibición. Incluso, en fin, había tertulias literarias, y para todos los gustos, al oscurecer, no en vano en Malaqa habían nacido sabios y poetas, como Ibn Gabirol, el más ilustre de ellos. En definitiva, si Córdoba encarnó el poder y la cultura, Sevilla la alegría; si Granada fue el reino, Málaga su paraíso.

Llegados a 1487, mejor pasar de puntillas por la cruel toma que, de Málaga, realizaron Isabel y Fernando. Baste decir que quince mil malagueños musulmanes fueron convertidos en esclavos y que sólo quedaron de veinticinco a cuarenta familias. Como ciudad, se desmoronó, sumida en triste decadencia durante dos siglos, en los cuales únicamente el puerto se mantuvo, aunque sin la brillantez de antaño, dedicado a la exportación de vellones de lana a diversos puntos de Italia.

Inmediatamente a la conquista, se procedió al repartimiento de las casas principales a los caballeros cristianos que participaron en la batalla. Un buen ejemplo es el Palacio de Buenavista, hoy Museo Picasso, que fue un palacio nazarí, del que queda la torre, sobre el que se edificó el nuevo, propiedad, a partir de entonces, de Diego de Cazalla. Al margen de las exposiciones, es muy recomendable reparar en los hermosos alfarjes y artesonados del edificio.

Del igual manera, en 1498 se utiliza la mezquita mayor para comenzar, sobre ella, las obras de la catedral. En ella intervinieron los maestros Enrique Egas, con Pedro López como cantero, Diego de Siloé y, mediado el siglo XVI, Andrés de Vandelvira. La catedral, que contiene una mezcla de estilos, desde el gótico al renacentista, ha sufrido innumerables problemas para concluir sus obras, que jamás se terminaron, pues aún falta una torre para quedar ultimada. Sin embargo, esta carencia, por la que es conocida como “la Manquita”, se ha trocado en característica de tal magnitud que, planteado hace unos años su remate, se optó por dejarla inacabada. No obstante, la catedral tiene en su seno cualidades que la sitúan entre las más notables. Vale con observar su inestimable coro, obra de Francisco de Mora, con cuarenta tableros de Pedro de Mena, en la doble fila de asientos tallados en maderas de caoba, granadillo y cedro. En medio, la cristalina lámpara de Bohemia de 1766. Una, excepcional, de plata, en el templo musulmán y otra, extraordinaria, de cristal, en el cristiano. La luz, el ancestral fuego de los dioses, y la música celestial de los órganos gemelos, uno a cada lado del coro, que parecen cobijarlo desde sus veintidós metros de altura, que el Maestro Organero de Cuenca, Julián de la Orden, en colaboración con el arquitecto Martín de la Aldehuela, construyeron en cuatro años. Inaugurados en 1783, bajo el patrocinio del obispo Molina Lario y presupuestados en quince mil, terminaron por costar entre cincuenta y siete mil y sesenta y un mil ducados. Se cuenta que ambos maestros se quedaron ya para siempre en Málaga, y que el primero solicitó, siéndole concedida, la plaza de Maestro Campanero para, con ese motivo, residir en la torre, desde donde podía escuchar el sonido de los órganos, hasta su muerte, en 1794.

En 1505, frente al Sagrario, había un mesón que el caballero Diego García de Hinestrosa transformó en palacio familiar, y que legó a su muerte para que, a sus expensas, se convirtiera en hospital para pobres. El Hospital de Santo Tomás, de estilo gótico-mudéjar, hubo de ser reedificado tras los terremotos que se sucedieron en los años 1884-1885. Este inmueble tiene dos particularidades: ser uno de los monumentos más desconocidos por los propios malagueños, por la imposibilidad de visitar su interior, y poder erigirse, de hecho, en una de las más antiguas fundaciones de España continuadas hasta hoy. Se sabe de él que tiene siete patios y una bellísima capilla. Por fortuna, en un futuro próximo, se abrirá al público, formando parte, así, del recorrido que puede hacerse por el centro histórico.

Málaga no se resigna a su suerte ni por las riadas, la devastación de la guerra, la expulsión de sus ciudadanos o las epidemias, como la de cólera del siglo XVII. Poco a poco avanza hacia la industrialización. En el XVIII vuelve a exportar sedas y lanas. Se crea el Consulado del Mar y se establecen cátedras de comercio, agricultura y navegación. En el XIX toma la iniciativa industrial y es pionera en dos áreas: el metalúrgico y el textil; pero a los manejos políticos, que la apean de su podium en beneficio de otras, se suma la filoxera, que provoca un desastre en el medio rural. La depresión económica ocasionada, más la padecida por la guerra de 1936, no quedará enmendada hasta la segunda mitad del XX, en que se erigirá en uno de los primeros destinos turísticos del mundo. La urbe se abre al extranjero, gracias al que penetra una nueva mentalidad, más moderna y cosmopolita.

Málaga es permeable a las ideas y así ha sido a lo largo de centurias. ¿Qué posos, qué sedimentos subsisten en el hombre por la vía genética, después de haber digerido tantas culturas, perspectivas, dolor, júbilo, tristeza, tanto sol y tanto cielo, sino hospitalidad y cercanía?, ¿y no son éstas el clamoroso indicativo del dominio, genial, del malagueño sobre la cúspide del arte: saber vivir?

La circunstancia de que sean innumerables los artistas que han nacido en Málaga, un asombroso filón de escultores, pintores, escritores, poetas..., y que, cada cual a su modo, hayan cantado a la vida, ¿es accidental o se ha debido al influjo que la ciudad ejerce en sus moradores?, ¿acaso son, al contrario, los artistas los que han configurado este especial modo de ser y de sentir de la ciudad, o es una perpetuada interacción, ya indisoluble?

Las diosas de la inspiración transitan por todo el Mediterráneo; pero, al llegar la noche, cuando baja la luna al mar, las musas eligen dormir en los jardines de Puerta Oscura.


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