Página de José Manuel García Marín

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La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

viernes, 7 de marzo de 2008

Presentación de La escalera del agua, por Antonio Garrido Moraga


La memoria del destierro

Existe un lugar físico, una colina, un espacio mágico que es mito en el imaginario de millones de personas. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de literatura en los palacios y en las fortalezas que, a la tarde, cuando el sol se pone, cubren sus muros de tonos rojos incendiando las maravillas y las sutilezas? Existe un lugar casi miserable, perdido entre montañas, apenas un valle ínfimo, donde cinco familias pusieron sus reales huyendo de la orden de expulsión que la Sacra, Católica y Real Majestad de Felipe III había dispuesto para mejor preservar la fe católica en sus reinos. Existe una ciudad mágica, duplicada en el subsuelo, en la que toda suerte de brujos y hechiceros, como los consideraban, estudiaban las secretas artes, una ciudad en la que judíos, musulmanes y cristianos convivieron durante un tiempo circular que no tenía fin, que se hacía espiral en su propio caminar hacia la perfección que una estrella simbolizara. La Alhambra, la alquería de El Gasco en Las Hurdes de Extremadura y Toledo. Estos hitos marcan la vida de Ángel, el protagonista de La escalera del agua, última novela de José Manuel García Marín, editada muy bien, como es marca de la casa, por Rocaeditorial.

Novela histórica y confesión en primera persona, dos géneros muy frecuentados, que confluyen en una novela de indiscutible raigambre cervantina. El plano histórico, determinante en la base de la estructura narrativa, alterna en las páginas con la evolución contemporánea de la peripecia del narrador, nacido en la alquería en 1942; no obstante, al principio de cada capítulo se señala la referencia temporal precisa. El pasado está ahí, agazapado en la memoria, el pasado es el dolor de la expulsión del hogar de Talavera de la Reina, es la necesidad de transmitir la tragedia a las nuevas generaciones, una detrás de otra, mientras quede alguien que pueda recibir la pieza de plata, talismán, signo de ser y existir, marca de la diferencia.

Fueron llevados a los puertos después de confiscarles sus bienes; aún conmueven las crónicas que lo cuentan. Se habían traído tercios de Italia para evitar desórdenes, que aún estaban muy presentes las guerras de las Alpujarras, donde tuvo que venir el mismo hijo del César Carlos y vencedor de Lepanto, don Juan de Austria para acabar con la rebelión. Algunas voces de alzaron en su defensa pero nada pudieron hacer. Aquellas familias moriscas, la de Ángel y cuatro más, cuyos antepasados ya habían sido expulsados de Granada, decidieron agotar los días y buscar un lugar donde vivir, lugar alejado donde fuera imposible encontrarlos. Siempre con el miedo en el cuerpo y con la amenaza de que la arbitrariedad hecha ley por parte de los miembros de la Santa Hermandad, les diera caza y fueran vendidos como esclavos.

En el límite del límite, con tierra pobre pero sin falta de aguas, después de cruzar ciudades y campos, después de que se les unieran Alonso y María, la pareja de enamorados que también escapaban de un padre que deseaba mejor fortuna para su hija que un pobre pastor, allí pararon para sobrevivir miserables y libres. Este episodio, de la pareja de enamorados, confirma el calificativo de cervantina que he usado para la novela. Pasaron siglos. Ángel nació en la inmediata posguerra y narra su vida y su secreto. El abuelo, una noche, les cuenta la historia de sus orígenes, es la transmisión oral como única manera de pervivir. Este relato es la verdadera iniciación de los adolescentes.

A este secreto, Ángel unirá otro, una escena de violencia que lo obligará a marchar de su casa, de la choza en la que se guarecen. De nuevo, escapar. El destino lo llevará a Toledo. La novela se inicia con la visión del imponente monasterio de San Juan de los Reyes, panteón en el que no descansan los Reyes Católicos, que se pudrieron en la tierra de sus conquistas, la Granada de la escalera de agua, de las armonías del agua que nos acompaña cuando subimos por la colina igual que cuando Boscán y Navagiero dialogaban sobre la oportunidad de escribir a la manera italiana, con esa estrofa nueva que llamaban soneto.

Ángel va a entrar en el convento franciscano y allí recibirá una educación, providencia del padre Luis Zaragüeta, que lo pondrá en situación de enfrentarse a la vida como aprendiz de sastre, más tarde como representante y finalmente como acaudalado industrial.

La novela tiene a la historia como horizonte y a la vida como tejido; esta es su mejor cualidad. Estamos ante una creación, no ante una paráfrasis, más o menos conseguida, de crónicas pasadas. El personaje y su mundo tienen espesor y consistencia, tienen nervio y músculo. El narrador nos transmite muy bien el pulso de la ciudad. Toledo es la judería y la curva del río, es la catedral y las sinagogas, es un escaparate donde los niños se agolpan para ver los dulces de navidad, y Toledo es, por supuesto, la iglesia de Santo Tomé y esa niña de la que Ángel se enamora, Alborada.

Ángel va a atar cabos, va a vivir la tragedia de la expulsión de unos españoles que lo eran tanto como los que los empujaban al destierro. Por paradoja, el estilo considerado como genuino de España, el mudéjar, fue creado por los árabes que, domesticados, que eso significa la palabra, permanecieron en territorio conquistado por los cristianos. En la estrella de plata y en la estrella del artesonado se encierra todo el mundo que la escalera del agua hace vida, ni más ni menos.

Antonio Garrido

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