Página de José Manuel García Marín

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La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

martes, 9 de octubre de 2007

La lámpara de plata - José Manuel García Marín


Las inquietas luces de la gran lámpara de plata, que el piadoso Tammin ben Buluggin había donado a la mezquita aljama de Málaga, centelleaban en las retinas de Abu l-Barakat ben al-Haŷŷ; pero, éste, si bien tenía la mirada perdida en ellas, permanecía ensimismado.

Sentado sobre la alfombra, el juez apoyaba su espalda en una de las columnas de mármol, cara al mihrab, y se acariciaba la barba, negra todavía. Le preocupaba el motivo de su llamada a la fortaleza por el todopoderoso visir de Muhammad V, Abu Nu’aym Ridwan, que había entrado en la ciudad dos días antes. La misma fecha de su llegada, dos guardias de la escolta se presentaron en su casa, en el barrio de los Adarves, con la misión de entregarle un mensaje escrito de puño y letra del visir, en el que se reclamaba su presencia, para dos días después, antes del mediodía, pero sin ninguna otra aclaración. El cadí lo releyó varias veces por hallar, si no la razón, al menos el tono con que se había redactado, mas era enteramente formal y ambiguo; ni rastro de parabienes o de reconvención alguna.

Tampoco él encontraba causas, por muchas vueltas que le diera. Había trabajado con tenacidad para alcanzar el cadiazgo. Durante los largos años que empleó en el estudio, incluso enfermo, no dejó de asistir a las lecciones de su maestro y, más tarde, administró justicia, combinando, como se le enseñó, lógica y conocimiento, intuición y buena dosis de benevolencia. En cada caso, pues, repartió mente, espíritu y corazón en las proporciones adecuadas para sentir, íntimamente, que su labor iba más allá de la mera diligencia.

A esa escrupulosidad suya se refirieron, hacía ya casi un año, al destacar sus méritos cuando lo elevaron al cargo de primer juez, bajo la imponente cúpula mayor del sagrado templo, como era tradición en Málaga, con las trece naves atestadas de personajes relevantes, fieles y curiosos en general.

Sumido en sus pensamientos, no oyó los pesados pasos del hombretón que se encaminaba a él por detrás de su nuca, quizá por el sigilo con que procuraba andar éste. Su aspecto era más inquietante por la brutalidad que expresaba aquel rostro moreno, de ojos pequeños, desconfiados, hundidos bajo los arcos superciliares, y de mandíbula cuadrada, sobresaliente, que por su estatura, que sobrepasaba en una cabeza a la de un hombre común; o las enormes manos, una de las cuales apoyaba en el puño de la larga daga, como de palmo y medio, que colgaba de su cinto de piel de becerro. Al muecín le recorría por el espinazo un desagradable frío, siempre que se lo tropezaba. Pero hoy la mezquita estaba desierta.

El cadí notó que le tocaban el hombro con suavidad. Sin embargo, se volvió sobresaltado, tan abstraído se hallaba.

—¡Ah! ­Mussa, mi fiel servidor –exclamó, mientras se le acompasaban los latidos y recuperaba el resuello.

—Mi señor, me pediste que te avisara –dijo, justificándose, el fornido individuo.

—Bien, vamos. Aún hay tiempo de dar un paseo antes de dirigirme a la Alcazaba.

Salieron por la puerta principal, la que daba al patio de los naranjos. El cielo, aunque gris, no amenazaba lluvia, pero estaba siendo crudo aquel diciembre. Ibn al-Haŷŷ, con un movimiento rápido, se envolvió mejor en el amplio manto negro. Debajo llevaba sus mejores galas, como cumplía para visitar a un ministro, y éstas, de buen lino con ribetes de seda, no abrigaban mucho precisamente.

En lugar de dar un rodeo y acercarse a la alhóndiga de la Puerta del Mar, como tenía por costumbre, y continuar luego pegado al lienzo de muralla hasta la Puerta de Buenavista, o de Pescadores, como prefería llamarla el pueblo, prescindió de la primera y directamente fue a traspasar esta última.

Si a su paso por las callejas era saludado, conocido y querido por gentes de toda condición, los pescadores, habituados a verlo casi a diario, le ofrecían boquerones, sardinas o de lo que hubieren, en muestra de cariño, de respeto, pues más de un pleito había dirimido sin notable perjuicio para ninguna de las partes. Desde allí, no sólo veía a los marineros en sus faenas, cosiendo redes, preparando pescado para salarlo o calafateando milenarias jábegas, sino que gustaba de observar el mar. Porque el mar siempre era el mismo, pero, dotado de vida propia, en ocasiones venía rizado y verde; otras, azul y en calma, entretanto el sol devanea en sus aguas; a veces, en cambio, de tal vehemencia, que pareciera querer arrollar y tragarse la muralla con la espuma de sus olas, fragoroso, aunado el estruendo de cien batallas... y esa brisa, de olor a sal, que refresca el ánimo, lo despierta y, mudada de soplo a viento, mantiene inmóviles a las bulliciosas gaviotas, estáticas en pleno vuelo como por una suerte de milagro.

Atravesó la puerta de nuevo y dobló a su derecha, más al sur, hacia el espolón donde los genoveses tenían la alhóndiga. Había visto la carraca genovesa atracada en el puerto, en la dársena de levante. Junto a ella hormigueaban cargadores, comerciantes, capataces, marineros y hombres pendientes de la vigilancia, que evitaban las mermas que los rateros ocasionaban a las mercaderías. Le atraía la atmósfera de actividad febril, ruidosa, vocinglera, que se desarrollaba en torno a la carga o descarga de los barcos; gozaba con la visión de los fardos, las maromas, las innumerables mercancías con que traficaban los ligures, mediante acuerdos firmados con el Reino de Granada, y que guardaban en sus almacenes para más tarde despacharlos: metales, vasijas de cobre, papel, seda -en dura competencia con pisanos y toscanos-, paños, algodón, especias, tintes y, sobre todo, pasas, higos y almendras, todos ellos productos de Málaga, que partirían a los mares del norte.

Estimó la altura del sol, brillante a través de las nubes. No debía retrasarle el placer. Marchó sin separarse del muro de defensa, que corría paralelo a la línea de costa, seguido por Mussa, para entrar, al final de éste, por la Puerta de la Alcazaba. Los guardias, reconociéndolo, le saludaron al franquearle el paso. Ascendieron la cuesta para llegar a la Plaza de Armas y cruzaron la Puerta de los Arcos. Algo más al interior, junto a los Cuartos de Granada, el servidor se adelantó y habló con el que supuso jefe de la guardia:

—A mi amo, el cadí de la ciudad, lo espera el visir, a quien Allah colme de bendiciones.

El guardián, jefe también de la escolta personal del ministro y, por tanto, venido de la Alhambra, no conocía a aquel hombre por quien hubo de alzar incómodamente la cabeza para mirarlo, pero se alegró de no tener que enfrentarse a él.

—Que pase a la primera estancia y aguarde allí –dijo, señalándole una sala de medianas proporciones-. Tú –añadió-, espera aquí, con nosotros.

Abu l-Barakat se entretuvo admirando la discreta belleza de la sala y el panorama del puerto que regalaba el mirador, entre sus arcos polilobulados.

El plenipotenciario nazarí salió personalmente a recibirlo. Algo tan poco común que rompía el rígido protocolo, lo que confundió aún más al desconcertado cadí. Acaso ese fuera el efecto que el primero pretendía. Tras los saludos de rigor, el orondo y desenfadado Abu Nu’aym Ridwan asió del brazo al juez, en clara señal de confianza, y lo condujo él mismo al Palacio de los Naranjos.

Una vez en él, le indicó que se sentara en los almohadones más próximos a su persona y dio dos palmadas. En unos instantes, dos esclavas entraron en el aposento con sendas bandejas repletas de dátiles, queso de oveja y leche de cabra. Era evidente que deseaba agasajarlo.

La rica manga bordada en oro se acercaba a Ibn al-Haŷŷ, cada vez que su dueño alargaba el brazo hacia las bandejas, depositadas delante de ambos.

—Querido cadí –se determinó a comentar-, todos los informes que me llegan sobre ti son elogiosos por tu rectitud y sabiduría, no exenta de compasión, lo que te engrandece más y aun enaltece a la dinastía, porque prueba el fervor del sultán, al que Allah proteja, y sus ascendientes, por dotar a su pueblo de hombres íntegros y virtuosos que lo sirvan lealmente y lo contenten.

El juez miraba a los ojos de su interlocutor, tratando de analizar el verdadero significado del discurso con que le honraba, en el que no le había pasado desapercibido cómo, sutilmente, el ministro se ensalzaba a sí mismo. Pero no era más que eso: un discurso cortesano. Le urgía saber la auténtica causa. Para lograrlo, nada mejor que incitar al poderoso anfitrión a abandonar inútiles circunloquios.

—Perdona mi atrevimiento pero, ¿has invertido parte de tu valioso tiempo sólo para alabarme? Es un honor innecesario el que me haces.

El visir lo miró a su vez. La pregunta, descarada, revelaba que al alto funcionario de justicia no le agradaban los rodeos. Pero, a pesar de la descortesía, merecía su consideración.

—Te he mandado llamar –expuso, ya sin más preámbulos-, para saciar mi curiosidad, y a petición de una influyente familia de esta ciudad, que ha solicitado repetidas veces mi intervención, por un caso que tú has juzgado y que les afecta. Sin embargo –ahora sus ojos expresaban franqueza, observó el juez-, no te he convocado para que rectifiques la sentencia, créeme; eres libre de revisarla o, por el contrario, de ratificarla. Tienes mi palabra.

Abu l-Barakat sonrió complacido.

—Si me haces ver que estoy equivocado, no tendré objeción alguna en cambiar el veredicto. ¿De qué asunto se trata?

De entre las ropas, el ministro extrajo un billete con unos nombres anotados, que se dispuso a leer.

—Está referido a un contrato de compra y venta, por el que Aixa, esposa de Sa’id al-Saffar, vende una huerta a Ibrahim al-R.ri al Yundi en la Huerta Oriental de Málaga. El comprador demanda a Aixa por haber omitido decirle que en ella había sido muerta una mujer, con anterioridad a la compra, al entender que el bien contenía un vicio oculto.

—Sí, lo recuerdo perfectamente –contestó el cadí-. Ibrahim alegaba que la huerta se quedó deshabitada, porque la gente decía que habían visto espectros diabólicos. En resumen, y por los perjuicios que decía tener, exigía que se le rebajara el precio acordado y pagado.

—También sé que consultaste a varios alfaquíes, que se mostraron a favor de acceder a la petición del comprador y, no obstante, resolviste en contra de él –el visir se acomodó entre los cojines, antes de continuar-. ¿Cuál fue la razón de que hicieras caso omiso de ellos y dieras por bueno el contrato?

—Estuve reflexionando sobre ello largo tiempo. Lo de la mujer asesinada no estaba demostrado, eran simples murmuraciones. Entonces llegué a la conclusión de que, si el demandante estaba tan seguro, que aportara él la prueba; y le pedí que informara de la fecha exacta del crimen y que presentara uno o más testigos. Como no lo hizo, validé el contrato. En realidad –quiso aclararle al ministro-, estaba convencido de que Ibrahim lo único que perseguía era la rebaja mediante esta argucia.

—No me decepcionas, Ibn al-Haŷŷ, estaba persuadido de ello, pero quería conocer las razones y ahora, además, sé de tu perspicacia. De cualquier modo te rogaría que volvieras a meditarlo, por si se te ocurre algún medio de satisfacer al demandante sin otorgarle todo lo que reclama.

El omnipotente visir se incorporó, dando por concluida la entrevista.

—Ha sido un encuentro muy instructivo –terminó por decir, sonriente.

—¡Que Allah te guíe! –le deseó Abu l-Barakat, despidiéndose.

—¡Que Él te guarde y te acompañe! –respondió Abu Nu’aym.

El cadí, como solía, se presentó temprano en la mezquita mayor, hizo sus abluciones, oró y, ya sentado, se recostó contra la columna habitual. No cesaba de pensar en la conversación del día anterior con el visir. Quizá su veredicto había sido demasiado inflexible. Miró la lámpara mientras repasaba las circunstancias del caso. Resplandecía especialmente, ¿la habrían pulido? Las luces de sus exquisitos cálices titilaban reflejándose en el cuerpo central, que cintilaba con chispas hipnóticas, minúsculos puntos que parecían brotar del noble metal, efímeros, como la ventura humana, y que saltaban, cegadores, a las pupilas del juez. Éste pestañeó, en inútil lucha. Se le cerraban los ojos, aunque su voluntad pugnara por conservarlos abiertos. Intentó retirar la vista, pero no pudo. Creyendo vencer, se durmió. Inmediatamente apareció la figura de una joven mujer desconocida. Portaba un cesto de mimbre, apoyado en la cadera. Callejeaba por el noroeste de la ciudad, cerca de las tenerías próximas a la Puerta de la Explanada de los Alardes, donde vivía. Era una de las esclavas de un rico mercader que la compró para el servicio de su casa.

La imagen se borró, sustituida por otra en la que un apuesto menestral, de más o menos su edad, le ofrecía, galanteador, unas flores que ella acogía con regocijo.

Abu l-Barakat no escuchaba las palabras que se cruzaban, pero entendió que se amaban y que él le prometía trabajar sin descanso, hasta obtener el dinero suficiente para comprarla a su amo. Luego se casarían y arrendaría un terreno con una casita, humilde, claro, pero en la que serían libres y felices. Ella lo colmaría de hijos, que serían su alegría y, tal vez, en el futuro, alguno de ellos mandaría una tropa o se convertiría en un respetable alfaquí, para honra de la familia. Él imaginaba, entusiasmado. Ella sonreía, embelesada. Los tres soñaban.

Los jóvenes se separaban, y él, Anwar, que así se llamaba, regresaba al taller de alfarería, donde fabricaba las más bellas vasijas de cerámica de la localidad con la técnica de la «cuerda seca», en muy diversos colores, si bien su favorito era el verde manganeso. El maestro para el que trabajaba, lo consideraba un buen oficial, digno de toda su confianza. Lo conocía desde que entró como aprendiz, casi un niño, y nunca le había fallado. Por tal motivo, en ocasiones, lo dejaba a cargo del taller.

Nayibe, que era el nombre de la muchacha, iba a la tienda de paños de Mustafá, en los aledaños de la alcaicería, a comprar unas telas corrientes que le habían encomendado. Al propietario le cambiaba la cara cuando la veía entrar. No estaba enamorado, pero la deseaba. Las formas generosas que poseía, apetecibles, sin ser ostentosas, excitaban su libido, lo enardecían. Siempre que Omar, su ayudante, se hallaba ocupado, el taimado le hacía un presente: retales de tela, un pañuelo... Tocarle las manos al descuido, lo inflamaba.

Ella admitía los insignificantes obsequios agradecida, como procedentes de alguien amable y caritativo al que le conmovía su estado de absoluta pobreza; acaso la viera como una hija, creía inocente, pues la diferencia de edad así lo haría suponer. Pero la vieja Lubna, parroquiana asidua del tendero y experimentada casamentera, adivinó enseguida la verdadera finalidad del rijoso mercader.

—Bonita cara tiene la moza –murmuró al oído del comerciante, burlona-. Una joven tan lozana haría las delicias de un hombre como tú, mas dos amos tiene.

—¿Tú la conoces? –preguntó interesado, y se arrimó a la entrometida mujer por que no les oyeran-. ¿Qué sabes de ella? Y, ¿cómo es eso de que tiene dos amos? Vamos, habla –le apremió impaciente.

—¡Lubna conoce a todo el mundo! –afirmó, orgullosa y atenta a las reacciones de Mustafá-. Es esclava de un rico, en la Puerta de la Explanada de los Alardes. En cuanto a su corazón, ya tiene dueño. Ya ves, dos amos.

—¿Quién es él? –inquirió, impetuoso.

—¿El rico? –soltó con maldad, por retrasar la respuesta.

—¡El otro! –exclamó enfadado.

—Muy informado quieres estar tú, a costa de esta pobre viuda –observó con picardía.

El pañero acertó a interpretar a la vieja. Sacó un lienzo de detrás del roído mostrador de madera y se lo entregó con la intención de que lo ocultara entre los ropajes.

—Bien gallardo y airoso es el enamorado. Por Anwar responde el muchacho –se avino a revelarle-. Y muy trabajador y esforzado, que mucha fe le tienen en el alfar emiral, en la calle Especerías.

Del semblante de Mustafá se evaporó la expresión de lujuria, en cuanto supo la noticia, para ser reemplazada por una mueca de disgusto. Dejó ir a Lubna, contenta con su dádiva, y decidió tejer un plan. Nayibe sería suya.

La primera medida era examinar el aspecto que tenía Anwar. Necesitaba estudiar a su oponente para saber de qué pasta estaba hecho y pensar después en cómo engañar a ambos. Se lo decía su olfato de probado negociador.

La oportunidad la tuvo pronto. Fue inesperada y no levantaba sospechas. Un primo suyo le pidió que le acompañara al alfar, por un encargo que le había hecho el jefe de las atarazanas.

En el taller simuló indiferencia por el joven, pero lo escrutó a sus anchas mientras aparentaba estar absorto en la perfección de líneas de un jarrón. Al muchacho se le percibía cándido, exhalaba nobleza. Un modelo de inexperiencia.

A partir de entonces abandonaba la tienda, con cualquier excusa, para vigilar a Anwar. Lo acechó durante semanas. Lo seguía, sabía a qué hora y dónde se encontraba la pareja. Otras veces la espiaba a ella. Así averiguó la casa en la que vivía y las calles que frecuentaba. Asimismo, el lugar donde desataban su pasión, en la Huerta Oriental, detrás de unas rocas protegidas por la espesura, al atardecer, cuando se difuminan las figuras. Los enamorados, enfrascados en su amor, no lo descubrieron nunca.

El asunto, transformado ya en una obsesión, le traía problemas, pues, por su causa, descuidaba el negocio. Omar comenzaba a protestar del tiempo que pasaba solo en el comercio, de la falta de reposición del género, de la que se quejaban los compradores, de la súbita indolencia que le invadía, como una extraña enfermedad. Él, que era ejemplo de diligencia, siempre inquieto por adquirir los mejores artículos a los mercaderes de la alhóndiga, a quienes regateaba hasta la última moneda. El dependiente asistía, estupefacto, al repentino cambio de su jefe. Mustafá escuchaba, revestido de paciencia. Cuando lograra su objetivo, todo volvería a la normalidad. Su esposa, aunque lo encontraba más irritado que de ordinario, no recelaba.

Una mañana, en su insistente persecución de Anwar, vio que enjaezaba un caballo a la puerta del alfar. Esperó oculto, mas no perdió detalle de lo que éste hacía. Colocaba unas alforjas en la grupa, encima de una manta, y volvía a asegurar la cincha del animal. El maestro salió del taller con una talega, que debía contener comida, y se la dio al joven a la par que le repetía ciertas instrucciones que el comerciante no oía. Aquello pronosticaba un viaje. El mozo se alzó sobre el estribo para montar y, en ese momento, cayó un anillo de hierro que lucía en uno de sus dedos, entre las piedras del pavimento, sin que nadie se percatara del ruido, apagado por el de la conversación. Nadie, excepto Mustafá que, en cuanto aquél se alejó trotando y el maestro regresó al interior, lo recogió y guardó con disimulo. Luego entró en el alfar y dijo que tenía un recado para Anwar. Le contestaron que acababa de marcharse a Granada y que estaría ausente alrededor de una semana.

Se fue apretando el humilde aro en el bolsillo. Ésta era la ocasión propicia, el azar había premiado su esfuerzo. Sólo necesitaba elaborar la estratagema conveniente.

Estuvo dando vueltas y más vueltas por las calles en torno a las tenerías, por donde acostumbraba a pasar ella. Rondó la Puerta de la Explanada de los Alardes durante horas, hasta que al fin apareció. Iba distraída, con la mirada baja, y no reparó en él. Se plantó delante, por que le viera, agarró del brazo a la sorprendida Nayibe y la llevó a un rincón.

—No te asustes –le avisó, con la mejor de sus sonrisas-, te traigo un recado de Anwar.

—¿Qué recado es ése? –preguntó, asombrada de que el comerciante conociera a su amado.

—Me manda a decirte que esta tarde acudas al sitio de siempre, que supongo que tú sabrás –agregó con cara inocente-, a la misma hora. Todos creen que se ha ido a Granada, pero él piensa que si viaja mañana realizará igual la misión que le han ordenado, que tiene tiempo de sobra y podrá gozar hoy de tu compañía –le explicó el ladino Mustafá.

—¿Cómo sé que no me engañas? –cuestionó aún.

—¿Para qué iba a hacerlo? Además, casi lo olvidaba –y sacó el anillo-, ¿reconoces esto? Me lo dio él para que no desconfiaras. Quédatelo y se lo devuelves tú misma.

La vista del anillo la tranquilizó; no obstante, algo no cuadraba a la muchacha.

—¿Por qué te ha elegido a ti de mensajero? –se interesó, por último.

—Es largo de contar y yo debo irme ya. Pregúntaselo a él.

No cabía en sí de alborozo. ¡Por Allah que se había tragado el anzuelo! Sin embargo, los nervios le corroían por dentro. Optó por comer rápido e irse de la casa, por si la agitación lo traicionaba, y pasear luego hasta más allá de la Puerta del Puente, en el arrabal de los mercaderes de la paja. A la vuelta, se distrajo reclinado en el pretil del puente que cruzaba el Guadalmedina. Dichoso, veía correr el agua en tanto fantaseaba con lo que más tarde consumaría.

Cercana la artera cita, el tendero se dirigió a la Huerta Oriental con toda clase de precauciones. La esclava esperaba en las rocas, intranquila, pero él se escondió y miró a uno y otro lado, por cerciorarse de que realmente se presentaba sola. Únicamente cuando quedó satisfecho, se atrevió a salir de su escondite.

Nayibe, al verlo venir, sintió que le inundaba un desasosiego, que no era más que su instinto, que le advertía de la peligrosidad del encuentro.

—¿Qué haces tú aquí? –gritó enfurecida, barruntándose la burla.

El miserable trató de calmarla.

—Tranquila, somos viejos amigos, ¿no? Anwar no vendrá pero, ¿para qué lo necesitamos? Tú eres una hembra apasionada y yo un hombre ardoroso, hagamos nuestro menester y te aseguro mejor vida que la que podría darte ese mozalbete muerto de hambre –y diciendo esto, le manoseó los senos.

—¡No, suéltame! –protestó, indignada.

La muchacha se revolvió, en vano intento de zafarse del hombre, pero éste la sujetó con firmeza. De buena gana, le soltó una bofetada y pretendió escapar, pero él reaccionó y la agarró de las ropas.

—¡Ven aquí, maldita testaruda! –gruñó, iracundo por la resistencia que le oponía.

Desesperada, chillaba fuera de sí y, ya entre lágrimas, la emprendió a puñadas con el sudoroso comerciante.

Mustafá le dio un fuerte revés que la tiró a tierra. No podía permitir que los gritos alertaran a la vecindad.

Como Nayibe quedó inmóvil en el suelo, pensó que se habría desmayado y quiso reanimarla, pero no se recobraba. Tocó su corazón. Con horror descubrió que no estaba inconsciente, sino ¡muerta! La delicada sien había golpeado contra una piedra.

Tenía que apresurarse en discurrir algo. Ocultó el cuerpo entre matorrales y lo cubrió con piedras. Corrió a la tienda y regresó velozmente con una pala. En el camino, nadie se había fijado en él. La enterró bajo un árbol y...

—¡Señor, señor! Te ruego que me perdones, pero la gente espera tu ministerio –le comunicó Mussa, cariacontecido.

Abu l-Barakat salía de un trance, más que despertaba de un sueño.

—Sí, sí... –acertó a decir, confuso. Pero enseguida se retractó-. No, aguarda, anún­ciales que hoy no les atenderé. Que vengan mañana. Date prisa, nos vamos.

El juez salió como un torbellino de la mezquita. Buscaba la tienda de paños por las calles donde creía haberla visto, sin resultado; hizo indagaciones en el alfar emiral, pero ninguno de los que trabajaban en el taller supo darle razones sobre un tal Anwar. Precisaba hallar una pista que le confirmara que, el suyo, había sido un sueño clarividente. Mas todavía existía una esperanza.

En la Huerta Oriental por poco se le vacían las órbitas de la sorpresa. Allí estaban las piedras, idénticas a las que soñó. Se sentó en una y recorrió de una ojeada el contorno. Sobraban árboles para enterrar a la joven. ¿Tenía alguna característica aquel árbol? Cerró los ojos para concentrarse y, al instante, contempló un tronco liso, del que surgían muchas ramas pobladas de hojas verdes, pero rojizas en el reverso. El árbol de la pureza para los griegos. Un cidro.

Mussa observaba atónito el comportamiento de su señor, pero ya no albergó dudas acerca de la salud mental de Ibn al-Haŷŷ, cuando éste le ordenó que trajera un par de braceros y que cavaran bajo el cidro que tenía justo en frente de él.

En menos de una semana localizaron a la genuina casamentera, que confesó lo que sabía y, del hilo al ovillo, encontraron al auténtico Mustafá que, aunque no era pañero, sí comerciante, y se llamaba de otra manera, pero el viento de los siglos barrió su nombre, para que no se repitiera.

Junto a una de las columnas de jaspe, de pie, cara al mihrab, Abu l-Barakat ben al-Haŷŷ se acariciaba la barba, negra todavía.

El cadí, modificó la sentencia.

«Extraña es la raza de los hombres, pero Allah orienta a quien le place.»

Glosario Breve

Alcaicería: Mercado de las sedas.

Alcazaba: Fortaleza, recinto amurallado.

Alfaquí: Experto jurídico-religioso.

Alfar emiral: Alfarería real.

Alhóndiga: Fonda con almacén para las mercancías y espacio para los animales.

Atarazanas: Astilleros.

Cadí: Juez.

Carraca genovesa: Barco de carga genovés de hasta 2.000 t.

Jábega: Embarcación de pesca más pequeña que el jabeque.

Mezquita aljama: Mezquita mayor.

Mihrab: Arco en el muro de la quibla.

Muecín: El encargado de la llamada a oración.

Sultán: Rey.

Tenerías: Talleres donde se curte piel. Curtiduría.

Visir: Ministro.

Nota del autor

Este cuento está basado en un hecho real, en cuanto a la petición de explicaciones al cadí de Málaga, en la primera mitad del siglo XIV, por parte del visir nazarí, sobre lo ocurrido con respecto al contrato de compra-venta de una huerta, y al dictamen de dicho juez, cuyo comprador considera que contiene un «vicio oculto», al no haber sido informado, con anterioridad a la compra, sobre el asesinato de una mujer en la tierra objeto del contrato.

Los nombres del visir, del cadí, matrimonio vendedor, comprador, y del donante de la lámpara de plata, que verdaderamente ornamentó la mezquita mayor, son reales; así como los espacios urbanos, las puertas, los edificios y sus funciones.