En estos momentos, en los que la crisis económica flamea amenazadora y victoriosa y parece amargar cualquier orden de la vida, es necesario evadirse echando mano de placeres como el de la buena literatura, uno de los mejores, duraderos y baratos que conozco. Por fortuna, aún hay escritores que escapan al simple entretenimiento, capaces de narrar una historia con enjundia en el contenido y sabor en la palabra. Este es el caso de Antonio Enrique quien, con esa reconocida calidad suya, nos brinda ahora un nuevo título: «La espada de Miramamolín», publicado en Roca Editorial.
El personaje principal de esta novela histórica, don Carlos Fernando de Austria, hijo natural de Felipe IV y, por tanto, hermanastro de Carlos II «el hechizado», relata sus días desde el instante en que es enviado (exiliado, en realidad) a Guadix, con un acta de canonjía seglar por designación regia, en compañía de su hija, Mariana; ocasión ésta en la que el rey le regala la espada con que jugaban en la infancia, justo antes de su partida.
A través del canónigo se describe todo el paisaje de la época, tanto del Alcázar de los Austrias, con una Corte poblada de personajes extraños, comenzando por el propio monarca, en un ambiente enrarecido por las intrigas y el consumo de láudano, como el de Guadix, poderosa sede episcopal, donde se acumularon fuerzas clericales para estrangular las esperanzas moriscas de aquellas tierras, con el beneplácito y cooperación de la retorcida sutileza inquisitorial.
Del rey hechizado, el autor, a base de profundizar en el estudio de los innumerables datos con que se ha documentado, elabora un perfil psicológico estrechamente unido al físico, del que ofrece tan detallada relación que se hace inevitable la aparición de su figura, de su imagen viva, en la mente del lector, con independencia de la voluntad de éste. Y es que, como Antonio Enrique asevera: «La atmósfera -el sabor, el entorno, el olor- es imprescindible; si no, es leer en crudo. Hay que ‘instalarse’ en el pasado...». De este modo viene a lograr, cuando se le antoja preciso, que determinadas escenas huelan a cortinajes de terciopelo añoso, a tapices, alfombras y a cámaras y antecámaras poco o mal ventiladas; que se llegue a sentir la pesantez del aire palatino, a cuya densidad no sólo se refiere, sino que compara con un espíritu viviente.
La novela, además de la estructura propia de su género, contiene un detonante, un contraste y un eje de simetría. El detonante es el argumento que le sirve de base: la ocurrencia de repetidos episodios en los que se escucharon lamentos o gritos en campo abierto y que, al acudir las gentes, nunca se encontró a nadie. Es conveniente advertir que estos sucesos están recogidos en el Archivo Histórico Nacional y que, dado lo inexplicable del fenómeno, el Santo Oficio sospechó que se debía a moriscos recalcitrantes, que volvieron tras la expulsión. Averiguar el asunto es el difícil papel del personaje principal.
El contraste está representado por la ensambladura de extremos que se dirían contrarios y que son, sin embargo, convergentes. Irenea, la jovencísima hija de Azucena, la sirvienta, llamada también la «hija del querubín», pequeña, morisca, aniñada y de baja condición social, con el canónigo, mayor y de sangre real, en sublime y casta simbiosis. Una relación quimérica que, precisamente por ello, despierta inquietud e interés.
El eje de simetría, en imaginaria presencia, se asienta sobre el paralelismo de lo acústico de los lamentos ilocalizables, equiparado con la mirada del espejo de «Las meninas», de Velázquez, cuadro en el que el autor se detiene para subrayar la trascendencia del punto de fuga y la amplitud de la circunvisión del pintor, capaz de contener al espectador. Los gritos no se dan donde suenan, y, en el espejo, los personajes están fuera del lienzo. Acaso pudiéramos considerar este brillantísimo recurso, como una respuesta literaria a la plástica del famoso cuadro.
Como consecuencia del espléndido dominio de los elementos de fondo: ropajes, calzados, muebles, alimentos y usos, seglares o eclesiásticos, del siglo XVII, unido a su magnífica prosa cincelada, si es importante lo que relata, tanto o más es cómo lo relata. Por dichas razones, «La espada de Miramamolín» no es un libro para leer en el avión; es una novela de viejo sillón de cuero con orejas, despaciosos sorbos de buen coñac en copa caliente y gruesos leños ardientes en la chimenea, sumidos, plácidamente acomodados, en la elegancia de la lentitud.