Página de José Manuel García Marín

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La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Fez, la telaraña de la clepsidra


Cuando aludimos a lo mediterráneo nos referimos a un conjunto de civilizaciones, sucesivas o coincidentes, pero que cada una de ellas ha proporcionado un sedimento lo suficientemente enriquecedor, como para que la suma de sustratos dé como resultante lo que hoy denominamos “cultura mediterránea”. A ello, transformado ya en concepto indiscutible, recurrimos para definir unas determinadas formas de ser, de pensar y de sentir como actores y espectadores del paso de los tiempos; de vivir, en definitiva.

Esta filosofía de vida supera sus costas, porque, si así no fuera, Córdoba, uno de sus focos más resplandecientes en el pasado, no pertenecería a ella y el hito físico que representa nuestro árbol sacro, el olivo, cuyo oleaginoso fruto es ungidor por taumatúrgico, no tendría razón como símbolo, como marca de su expansión. Habría dejado de jalonar la extensa y móvil frontera. Es absurdo siquiera pensarlo. Pero ¿hemos reparado en que a igual distancia del mar, en línea recta, se encuentra otra ciudad luminaria, Fez? ¿Predomina una sobre otra o, tal vez, sean espejos de una misma luz? Estas “polis”, como tantas otras, más o menos alejadas de las olas del Mediterráneo, puede que, a la par de motoras de cultura, tengan por destino ser torres vigías, reflectoras de terceras, con el azogue de hojas plateadas de los olivos que las circundan. Así, este mar, de arte encendido.

No existen, entonces, por azar, sino como necesidad humana de sus lúcidos reverberos. Acaso, a Fez, tuviera que acabar de fundarla un santo: Idris II. Acabar, porque el padre de éste, Idris I, en el 789, ya se había asentado en la orilla este, la margen derecha, del río Fez, que dio nombre a la ciudad.

Idris I tiene un paralelismo curioso con nuestro Abderrahmán I, pues también él llegó al Magreb -y junto con un criado y amigo, Rasid; tal como el omeya con su servidor, Badr-, huyendo de los abasíes, que deseaban matarlo por la competencia que podía hacerles como descendiente del Profeta. La diferencia es que, en este caso, lo lograron y Muley Idris al-Akbar sólo pudo reinar sobre las tribus beréberes hasta el 791, asesinado por envenenamiento, de manos de un emisario del califa abasí Harum al-Rashid, el de “Las mil y una noches”. En esa fecha, a Idris II aún lo abrigaba el vientre de su madre. Lo extraordinario fue la fidelidad del amigo del progenitor, que ocupó la regencia.

Idris II tomó las riendas del poder en el 808, siendo muy joven; pero lo cierto es que él fundó un segundo núcleo de la ciudad, en la otra margen del río, a la que llamó al-Aliya. La población, de repente, se vio incrementada por parte de los cordobeses expulsados en la Revuelta del Arrabal, en el 814, y otras gentes procedentes de Qairuán (Túnez). Los primeros se establecieron en la orilla este, que desde entonces es conocido como el barrio de los andaluces, y los segundos, al otro lado, el barrio de los qairuaneses. De ahí el nombre de la famosa mezquita de al-Qarawiyin.

En la actualidad, al conjunto de estos dos primitivos sectores se le denomina Fez al-Bali (Fez la antigua), en contraposición a la que, más tarde y unida con la anterior por el sur, erigieron los sultanes meriníes, Fez al-Jédid (Fez la nueva), en la que se ubican el palacio real y la “mellah”, el barrio de los judíos.

Fez es una urbe amurallada. Y esto hay que entenderlo desde una doble perspectiva: la militar y la metafórica. En lo defensivo, porque en ella se reunía tal riqueza, que era necesario preservarla de la codicia que despertaba. ¿Qué monarca no querría adueñarse de una población que contaba, a finales del siglo XII, con 3.000 telares, 80 fuentes públicas, 93 baños, 72 salas de abluciones, 12 fundiciones y 11 fábricas de vidrio? Sin embargo, a pesar de la eficacia de esta protección, la ciudad guarda en su seno un temible cancerbero: su propio trazado, laberíntico, desorientador, de angostas callejas -muchas, sin salida: los adarves- que semejaran una gigantesca telaraña, ansioso el invisible monstruo por engullir al imprudente escuadrón enemigo que se atreviera a profanar su paz. No obstante, nada material está por siempre blindado; es en lo metafórico, como en el amor, en lo que la conquista forzada es impracticable. O se cede, o no penetraremos. Quien crea que puede aprehender el espíritu de una ciudad mágica, mítica y mística, con el impaciente ojo de un zarandeado turista, estará embalsando, ¡pobre iluso!, agua en sus manos. O nos rendimos, de entrada, y adecuamos nuestro ritmo al suyo, a sus cadencias, a su “tempo”, incluso adoptamos su desdén por toda precipitación con altivo menosprecio, aquella dignidad de los sultanes meriníes, o el secreto se custodiará a sí mismo, a salvo del más mínimo ultraje.

Provistos de inexcusable serenidad, abierta la mirada y desembarazados de cualquier rastro de injustificable miedo -miedo... ¿a qué, a perdernos?, pero si venimos a eso, a perdernos para encontrarnos, si esto último es posible-, podremos gozar, ahora sí, del universo atemporal con que la vieja Fez nos regalará la inteligencia, el espíritu y los sentidos.

El cinturón de piedra que rodea su perímetro, contiene más de una docena de puertas, que permiten el acceso desde múltiples direcciones; como una rosa de los vientos centrada en el corazón de la metrópoli.

La entrada más común es la que, partiendo de la afrancesada ciudad moderna, nos hará cruzar Bab Lamar, la Puerta de las Armas, y encontrarnos con el barrio judío, la “mellah”, que deberemos atravesar, por su “gran calle de los meriníes-los soberanos que tenían bajo su directa protección a los judíos-, a modo de preámbulo, de suave inmersión, porque ahí se inician los vivos gorgoteos de la medina. Antes de continuar, es conveniente desviarnos por una calle, a la derecha, y hacer una parada en la sinagoga de Ibn Danan, abierta a los visitantes, bastante bien conservados los anchos zócalos de madera y en la que todavía lucen sus numerosas lámparas, de distintos materiales y formas. En un lateral de la sala está situada la “tebá”, el lugar, levemente elevado, que hace las funciones de un púlpito y en el que el oficiante hace la lectura de los textos litúrgicos. Su curiosa decoración de arcos, culmina con un armazón de varillas metálicas en forma de cúpula oriental. En la tradición sefardí, la “tebá” está colocada en el centro de los fieles, frente al “hejal”, el arco orientado a Jerusalén donde se guardan los rollos sagrados.

Volviendo a la arteria principal desembocaremos en Bab Semmarine, puerta por la que ingresamos en la calle comercial de mayor longitud y anchura de la Edad Media, hoy denominada avenida de Muley Slimane. Antiguamente, el mercado junto a la puerta albergaba los silos de la ciudad. A lo largo de la calle hallamos dos mezquitas: la “al-Hamrá” -la roja-, que no exhibe ese color, sino que su nombre se debe a la leyenda que atribuye su fundación a una mujer roja, y la “al-Beida” -la blanca-. Al finalizar la extensa avenida, bordeando los muros de palacio, saldremos a una zona de amplios espacios y jardines. Las tapias del colegio Muley Idris, ahora, nos guiarán hasta la puerta que buscamos para introducirnos en la antigua medina.

Bab Bujlud fue construida en el siglo XII, por los almohades. Consta de tres vanos frontales, dos laterales y uno central de superiores proporciones. Los tres acaban en arcos de herradura apuntados. Lo más característico de esta puerta es que la decoración del alfiz se compone de pequeños azulejos en azul cobalto, el color de Fez, a la entrada, y verde a la salida.

Claro que, la verdadera particularidad de Bab Bujlud no es de índole artística o constructiva, sino la de ser un pasadizo con la cualidad de trasladarnos a otras épocas. La riada humana, con la que de inmediato tropezamos, atrae como el rápido caudal de un río que, contemplado con fijeza, magnetiza y despierta el vértigo de consentirnos, de dejarnos absorber por la corriente. Pero no es ésta la que seduce; es la perfecta armonía del movimiento, fascinador trasunto del tiempo. Y es que, estas sarmentosas callejas, son alígeros afluentes del río de la vida. De esta suerte, el efecto de que, aquí, tiempo y movimiento se confundan.

La insulsa homogeneidad transatlántica que invade Europa, disfrazada de funcional modernidad, se enfrenta en la medina fesí con su extremo opuesto. Todo lo que no sea fecunda multiplicidad, podría decirse que no tiene asiento en esta burbuja heterogénea. Las casas, por ejemplo, con sus diferentes alturas, anchuras, tonos de las fachadas, portales, incluso puertas; algunas enormes, otras medianas, de madera labrada y magníficos aldabones, junto a casitas humildes y de entradas diminutas, por las que el observador infiere que los moradores de éstas bien pudieran ser liliputienses. En los ciudadanos, la variedad de atuendos, de colores y listas de las chilabas, de gorros, de babuchas o los diferentes tonos de piel y ojos, que no ocultan las amplias capuchas de los albornoces, obedece al mismo canon de pluralidad.

Comienza el laberinto con una encrucijada. Podemos elegir entre la Tala’a Saghira, “la cuesta pequeña”, o la Tala’a Kabira, “la cuesta grande”. Ambas conducen al centro de los latidos de este organismo vivo; pero, en la segunda, aguarda una de sus maravillas. Es el momento de integrarse al incesante hormigueo de compradores, vendedores, simples curiosos, viajeros, turistas -que no son equivalentes-, artesanos y mercaderes, que vocean su mercancía, excepto cuando maldicen a los inevitables pilluelos que corretean, alocados, y que no siempre consiguen esquivar el violento encontronazo con ellos. Un aluvión de almas entre las mínimas tiendas -dispuestas a ambos lados de la calle-, que avanza, estrepitoso, en corrientes opuestas, del que únicamente logran sobresalir los gritos de los muleros, que avisan, con sus clásicos “¡balêk!, ¡balêk!”, para que se aparten los transeúntes de su paso.

Enseguida encontramos la sorpresa que nos esperaba: la madrasa Abu Inania, en el lateral derecho de la calle, y las ruinas de su clepsidra, enfrente. Tanto una como otra fueron mandadas construir entre 1350 y 1357 por el sultán Abu Inan Faris y estaban comunicadas. La madrasa es una escuela coránica que contiene una mezquita. Gracias a que está permitido visitarla, disfrutaremos de su belleza.

En al-Ándalus ya hubo un precedente de esta clepsidra, la que ideó Abu Ishaq Ibrahim ben Yahyá al-Naqqas (el hijo del cincelador), conocido como Azarquiel por sus ojos azules (zarcos)[1], en la taifa toledana de al-Ma’mun, aproximadamente unos 300 años antes. El reloj del cordobés, afincado en “Tulaytula”, marcaba las horas y los días lunares. Por desgracia, Alfonso VII mandó que se desmontasen los dos estanques de que constaba, con la intención de averiguar su funcionamiento, pero el judío que se atrevió, Hamis ben Zahara, no supo montarlos de nuevo.

El sistema de un reloj, de estas características, está fundamentado en dos cuestiones: un recipiente medido y un flujo constante de agua. De la perfección con que se lleven a cabo estas dos condiciones, dependerá la exactitud del reloj. Ese es el punto de partida, pero, naturalmente, a mayor complicación, mayores posibilidades.

El artificio hidráulico, de Fez, fue fabricado por Abu al-Hasán ben Alí Ahmed y ocupa un pequeño edificio, Dar al-Magana (la casa del reloj), con 12 ventanitas y un ancho alero de protección. Cada hora se abría una de las ventanas y caía una bola metálica a un cuenco de bronce, dando aviso del tiempo transcurrido. Se supone que el sistema era parecido a los de Toledo y Damasco. A grandes rasgos, un peso que flotaba en el agua de un recipiente se hundía, junto con la superficie del líquido, a medida que éste se desalojaba de manera constante. El peso estaba unido a una cuerda, en cuyo extremo había un contrapeso, que tiraba de un carro y ponía en acción las puertas de las ventanas y las bolas, haciendo caer las esferas sobre los cuencos.

De su correcto funcionamiento se hacía cargo un responsable, al que designaban, por su oficio, con el nombre de “muwaqqit”. Es presumible que la comunicación de la clepsidra con la madrasa fuera, precisamente, para efectuar su mantenimiento. En la actualidad, se procede a la restauración del ingenioso mecanismo.

En contraste con el austero arte de la dinastía anterior, la almohade, la madrasa meriní de Abu Inania tiene profusamente decorado el interior de sus muros. Todo en ella es magnificencia. Ya la describió, admirado, León el Africano. Se trata de un edificio de dos plantas, con un patio rectangular, en cuyo centro se aloja una fuente de mármol, baja y circular, de respetables dimensiones. Tres galerías ocupan sendos laterales, donde se hospedan los estudiantes, y en el cuarto, paralelo al de entrada, está instalado el oratorio, con su mihrab, la hornacina que señala la dirección de la Meca. Esta sala, techada, pero con arcos abiertos al patio, se usa en ocasiones como aula y los viernes como mezquita, peculiaridad, esta última, tan excepcional, que sólo se da en esta madrasa. Aunque, lo que impresiona es saber que Ibn al-Jatib e Ibn Jaldún impartieron sus clases, seguramente, en un almimbar -el sillón, por lo general de madera noble, con peldaños, desde el que el imán pronuncia la “jutba” (el sermón)-, similar al que posee.

La inefable carga de cultura, más de seis centurias horneando aplicados discípulos que, al cristalizar, difundían la erudición, la sabiduría, aprendida de sus maestros, como se expande el perfume de los jardines mediterráneos, había de tener su contrapartida corpórea. Las ciencias, las matemáticas, la geometría, la filosofía, la música, ornamentan las paredes, excesivas de estrellas; los suaves arcos cuajados de mocárabes, el cedro tallado de celosías, ventanas y techumbres, conciertan insólitos mapas de abstracción, portentosas sinfonías de simetrías sonoras, áureas láminas que simultanean lo efímero y lo eterno con la sutilidad de que dispone, tan sólo, lo sublime. En secreto, la luna llena y el arrocabe pugnan por asomarse al patio, mientras la fuente deja fluir su tenue risa, de plata interminable.

Durante siglos, largas caravanas de camellos y dromedarios atravesaron las distintas puertas de la ciudad, según el lugar de donde procedieran. Las venidas de los puertos del norte entrarían por la Bab Sidi Bujida, conocida en la antigüedad como Bab Abi Sufian; las del este, por la Bab Khokha; más al sur, Bab al-Jédid, cruzado el puente de Lakbira; o, en función del fondûk al que se dirigieran, la que mejor se adaptara a su camino.

Una vez en el fondûk o caravasar, donde se hospedaran, los animales eran descargados y guardadas las mercancías en los almacenes, que permanecían cerrados y celosamente vigilados. De estos establecimientos, es muestra el fondûk en-Nejjarin, en la plaza del mismo nombre, si bien ahora está destinado a museo de artes y oficios. A los mercaderes, a los viajeros, se les albergaba en la planta alta. Las cuadras, en la de abajo, junto con los depósitos de mercaderías, alrededor de un patio central en el que había un abrevadero. Más tarde, los productos eran transportados a los diferentes zocos, a lomos de mulos y asnos, que circulaban con más soltura, que los imponentes camélidos, por las estrechas vías.

Estos zocos, o mercados, estaban agrupados por oficios -y así continúan, como en época medieval-, con sus propias normas y representantes. De modo que aún podemos contemplar, y comprar en ellos, claro, el zoco de las babuchas, el de los tejidos, el de los carpinteros, en el que queda algún artesano que utiliza la técnica del torneado sobre maderas nobles, como se hacía antaño; el de las lanas, el de los perfumistas, los especieros, con su ingente variedad de especias en montoncillos ocres, rojos, amarillos... sobresalientes, como minúsculas colinas, de los sacos en que las apilan y que exhalan una densa atmósfera de aromas, un delicioso paraíso sensorial; el de los tintoreros, que tiñen las madejas de lana y las cuelgan luego, a secar, sobre cuerdas tendidas en las calles, de pared a pared.

Tapiceros, ferreteros, caldereros... todos hay que visitarlos, pero es imprescindible ver las tenerías, donde se curte y se baña el cuero en tinturas extraídas de sustancias naturales, a pesar del desagradable hedor que nos asaltará, proveniente de las tinas, sobre las que se vierten aceites combinados con excrementos de palomas, para que las pieles ganen dureza y resistencia. Presenciar la labor de estos operarios, en las tenerías, incita el deseo de vomitar por la insufrible fetidez que brota de las pozas, las qasriyya, pero la multitud de colores de los pilones evoca un inmenso y abigarrado muestrario de acuarelas.

Quizá la solución para compensar la agresión olfativa sea acudir por la tarde a un baño, el hammam, porque las mañanas están reservados a las mujeres. Una nota más de la cultura mediterránea, ya que el baño es una herencia romana, los thermae, incluso en la disposición de sus salas, idéntica a la de los antiguos: el frigidarium, la sala fría; el tepidarium, la tibia; el caldarium, la caliente, y el apodyterium, los vestuarios.

El hammam no se limita a ser un recinto para el aseo, aunque su objetivo primero sea la higiene personal; es un lugar social, de encuentro, de charla, que contribuye a crear lazos afectivos en el terreno de lo amistoso y de lo familiar por medio del contacto físico, algo que hemos perdido en Europa. El padre baña al hijo y el hijo al padre; el amigo enjabona y frota la espalda del amigo, y éste, en reciprocidad, le devuelve el servicio. Después de la relajación, fruto de un tonificador baño, seguido del minucioso y reparador masaje con aceites, ¿qué otra cosa puede superar a una sabrosa conversación, mientras se paladea un té verde a la menta y se inhalan balsámicas fragancias de plantas aromáticas?

Fez sabe de placeres, como lo demuestra el refinamiento de su cocina, por cuya gastronomía, el país entero, es famoso en el mundo. La cantidad de platos de entrada solamente es comparable a su calidad. El contraste de sabores es la clave, porque nuestras papilas se deleitarán detectando los tipos básicos de sabor que, delicadamente, destacan en cada entremés. Luego viene la sopa harira o la chorba, antes del cuscús o del pescado, si no nos hemos decidido por el cordero asado en horno de leña. La lista es larga, pero baste decir que tras cualquiera de los que elijamos, comparecerá el recreo de la miel sobre los pastelillos, casi macerados en ella; el galanteo de las almendras o aquellos de nombre tan seductor como cuernos de gacela.

La duda de si viajamos o peregrinamos, que, sumergidos en la población, surge conforme nos sentimos parte de ella, no debe hurtarnos el pensamiento ni el espíritu, acaso menoscabados por los sentidos. Todo ha de estar alerta en este bosque de egregios alminares de mezquitas, desde donde el muecín llama a la oración. Alminar significa “el lugar de la luz”, y a ella indirectamente invoca, la que el creyente debe alcanzar en su corazón, abandonado en Dios. El muecín, en lo más alto de la torre, canta -que es una forma de apelar- al cielo, para que acuda el hombre, su criatura terrena, y se cierre ese círculo paradójico que anhela la vuelta a la Unidad. Estos venerables minaretes, que se alzan verticales, paralelos, y confluyen en el firmamento, esbeltos como obeliscos, parecieran, o se intuyen, sensibles filamentos conductores de la luz de la sabiduría, absorbida por ellos del pasado, de la historia, del cielo y hasta del viento del mar y del desierto.

De tales premisas ¿no habría de ser al-Qarawiyin su materializada conclusión? En esta gran mezquita convergen, como sucedió en la de Córdoba, devoción y cultura; sólo que, como universidad, es la más antigua de occidente. De todo occidente. Está flanqueada por cuatro madrazas que aparentan escoltarla: Cherratin, Seffarin, Misbahiya y al-Attarin. No podemos cruzar ninguna de las 16 puertas de entrada, porque no se autoriza la visita a los no musulmanes, pero sabemos que cuenta con 270 columnas y que tiene cabida para 22.000 fieles. Unos dicen que se construyó en el 857 y otros en el 859; no obstante, sobre lo que no hay vacilación es de que se hizo a expensas de la qairuaní Fátima al-Fihri.

La mezquita ha sido ampliada y restaurada por varios sultanes a lo largo de su dilatada existencia, para adecuarse a las necesidades que se han ido generando, como edificio en el que concurren oratorio y universidad. Su biblioteca supera los 30.000 volúmenes, de los que un tercio son manuscritos muy antiguos. Frente a una de las puertas de al-Qarawiyin, Bab Chammain, Abu Inan levantó una torre consagrada al estudio de las estrellas, un observatorio astronómico, separada de la universidad aunque complementaria a ella, desde la que también se daba la alarma si se declaraba un incendio. Ahora está cerrada, pero está previsto que se convierta en un museo, el de los astrolabios.

Madrazas, alminares, mezquitas, baños, mercados... es irremediable, por fortuna, que resuenen ecos de Córdoba y Granada, de Estambul, Bagdad o Samarcanda. Sin embargo, esta ciudad que plasma en estuco y cedro las ansias de hermosura de los habitantes, súbditos de su belleza, es tan singular que está investida de aura, que exuda un prodigioso vapor que la preserva y la atesora. Una ciudad donde, desde los angostos espacios de sus callejas -la telaraña-, el tiempo lo marca una clepsidra. No importa que, arruinada, desapareciera. Las pulsaciones de esta telaraña se adaptaron a perpetuidad a su cadencioso ritmo, el de la frescura del agua. Una ciudad de la que los tunecinos, con razón, dijeron: "Allah conceda el paraíso a los fesíes, y a nosotros Fez".


[1] Porres Martín-Cleto, Julio. “Historia de Tulaytula”, Editorial Ledoria, 2004.

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