LA MAGIA DE LAS LETRAS O BREVE HOMENAJE A
LA LUCECITA DE MI PADRE
Hoy, que se banaliza la
literatura hasta extremos en que, con alguna excepción, lo más abyecto de la
sociedad ha tomado los primeros puestos en los listados de ventas, se necesita
que reivindiquemos la lectura de calidad en cualquier ocasión que se nos presente
y arrinconemos lo anodino, lo intrascendente que, no nos llevemos a engaño, ni
siquiera sirve para distraernos con verdadera eficacia y que resulta en esa «basura»
que en los ordenadores se limpia, pero que no estoy tan seguro de poder vaciar
de las sentinas del cerebro.
Quizá
yo sea de la generación del «Érase una vez... »; pero, tras esas palabras, se
engalanaba al instante un universo que me seducía de inmediato, porque
fascinaba mi propia fantasía. Es decir, la estimulaba implicándola. ¿Se puede pedir
mayor interacción? Entonces, las letras, que parecían escapar de las páginas en
un extraordinario vuelo de luciérnagas, se elevaban para componer escenarios
dentro del territorio de la imaginación, en donde los colores brillaban con la
fuerza de un sol que arrancaba destellos a las espadas; las telas, exquisitas,
llegaban del oriente más lejano y la suavidad de sus sedas debía corresponderse
con la delicada belleza de la princesa a la que iban destinadas; los aromas de
los perfumes, perfectamente desconocidos para mí, regalaban, sin embargo, mi
olfato; oía los vítores del pueblo al héroe que los había salvado del cruel
enemigo, y el sabor de las viandas especiadas -refinados manjares que salían de las cocinas del inexpugnable
castillo-, deleitaban mi paladar, porque yo ya no estaba sentado en mi
casa, sino oliendo las exóticas esencias, discutiendo precios con los
mercaderes de tejidos o entre las largas mesas de madera del salón de la fortaleza.
Y eso, eso es magia. Además, aprendía, sin darme cuenta, lo que era la justicia,
la crueldad, el heroísmo, la delicadeza o el refinamiento y muchas otras cosas
que quedan implícitas, como en segunda o tercera línea, en una buena narración.
Pero
no puedo omitir la contribución de mi padre a mi pasión por las historias,
cuando pretendía trasladarme al mundo de los sueños, contándome un cuento con
todo lujo de detalles. Nunca logró adormecerme porque, sin querer, él mismo me
deslizaba al país de los ensueños. Recuerdo varias versiones -porque él no leía, inventaba-, del relato sobre unos niños que se perdían de noche en un
bosque, con hambre, descalzos, ateridos de frío y muertos de miedo, que terminaban
por descubrir, siempre a lo lejos, una lucecita que alumbraba la puerta de una
casa y que, no en todos los casos, era su salvación. A veces vivían honestos
labriegos, pero a menudo era una bruja infame, con su enorme grano en la punta
de la nariz aguileña, que eso ya se sabe que es obligatorio, y uno de los
niños, reuniendo valor y astucia, vencía con artimañas a la vieja arpía y acababa
en final feliz.
Esa
lucecita que, por fortuna, determinados grupos como el Salón de Letras Castalia
o los clubs de lectura, luchan por mantener encendida, debemos, como decía al
principio, reivindicarla, incluso exigirla, para que ilumine, aunque sea
débilmente, el oscuro bosque de los momentos grises, yermos, de la vida; porque
esa humilde lucecita era, hace tiempo que lo comprendí, la esperanza del alma y
el alma de la esperanza.
Granada, 27 de marzo de 2014